«No puedo cambiar el tiempo. Os comprendo. Sé que es costoso, que habéis venido desde muy lejos, pero… lo único que se puede hacer es esperar a que cambien las condiciones.»
Philip Rush no tiene mucho más que decir. Hemos vuelto a reunirnos y, en realidad, escucho unos argumentos que no dejo de repetirme, un par de frases que que me las podía haber enviado en un breve mensaje. Sin embargo, necesitaba que me lo dijera cara a cara, al menos para quedarme… ¿tranquilo? La verdad, no sé cuál es la palabra que debería utilizar para describir el borbotón de emociones por el que subo y bajo desde que amanece hasta que me acuesto.
El capitán y mi equipo nos encontramos en la dársena del puerto de Oriental Bay. Es domingo y por el paseo no cabe un alma. Luce un agradable sol de otoño. Es un buen día en Wellington y el corazón me dice que arriesgue. Rush ladea la cabeza para decirme que no.
«El viento del canal y las corrientes no se parecen a lo que ves por aquí, en el embudo de la bahía. Son muchos los factores que hay que tener en cuenta antes de lanzarse al Estrecho y, en este momento, no son buenos. Necesitarías mantener una velocidad de siete kilómetros por hora para vencer las dificultades y tocar la otra costa.»
Entorno los ojos desmoralizado. No existe nadie en el mundo que pueda mantener esa velocidad durante horas. Inclino la barbilla, insatisfecho. De acuerdo, de momento puedo esperar un par de días más con la esperanza de que cambie el tiempo.
Como consuelo, Rush me cuenta que él tuvo que regresar a Dover, en Inglaterra, hasta cuatro veces, justo hasta que apareció el momento de lograr su sueño de realizar un triple cruce del Canal de La Mancha.
Cruzo los dedos para que eso no me suceda a mí.
Nos despedimos y nos vamos a tomar el aire en otro sitio.
Mi equipo y yo decidimos salir a andar por un paraje llamado Rangitatau. Desde hace unos días no hago más que escuchar que me vendría bien oxigenarme. Llegamos a un enclave arqueológico sobre una colina con vistas al impresionantes al Estrecho. Allí, me azota el viento del que hace tan solo unos minutos me hablaba Rush. Es cierto que no se parece ni de lejos al que sopla a ras de suelo. Me encuentro en un enclave en el que hace un par de siglos existió una ciudadela maorí y la residencia de su líder. El terreno habla de duras batallas. Intento que el oxígeno toque fondo en los pulmones. Respiro.